domingo, 13 de septiembre de 2015

Rayamiento En La Aldea De Los Nuevos Kimbisa

Gráfico de la iniciación y del templo de los nuevos Kimbisa.
Cuando el sol comenzó a ocultarse en la selva amazónica, el ritmo de la aldea cambió por completo, pasando del moderado ajetreo cotidiano a la excitación colectiva de los preparativos para mi rayamiento. Yo observaba a los hermanos entrar y salir del templo dando carreritas y portando toda clase de cosas - fuentes y cestas con yerbas, frutas, bebidas y alimentos; monos y diversas aves, incluyendo un guacamayo; amplificadores, tambores y otros instrumentos musicales y objetos rituales - sentado entre las gruesas raíces de la mafumeira, que formaban un cómodo asiento natural frente al bohío, amplio y circular, destinado únicamente al culto mágico. Tenía que permanecer allí sin moverme hasta que empezara la ceremonia, haciendo penitencia, que es un concepto que Andrés Petit tomó del catolicismo y acopló, a su manera, en la liturgia Kimbisa.

Recordé que en mi primer rayamiento, en la regla Kimbisa del Santo Cristo del Buen Viaje, tuve que hacer penitencia durante varias horas, hincado de rodillas en la tierra, con los ojos vendados, frente a una prenda. Esta vez, al ser ya mi tercer rayamiento kimbisa ( el segundo fue cuando me rayaron Padre o Tata, como prefieran decirlo ) y no existir, por tanto, factor sorpresa alguno, no tenía sentido vendarme los ojos, pero de la penitencia -que es una oportunidad forzada de limpiar la consciencia del churre de los errores y pecados del pasado, antes de entrar en el templo-, no me pude librar. 


La penitencia es esencial para todos, seamos neófitos o brujos consagrados, porque hay arrastres que no se quitan con baños, despojos, ni rompimientos, si no somos capaces de enfrentarlos y vernos en su reflejo, hasta que logremos vencer a esos demonios y perdonarnos a nosotros mismos con nuestros propios medios. Para las grandes religiones organizadas, como la iglesia católica, el pecado es una mancha moral que debe ser limpiada para no ofender con su vulgaridad a la divinidad y a los espíritus santos, pero en la magia y en la brujería, que son disciplinas prácticas, evitamos los juicios morales, tan susceptibles de ser manipulados por diversos intereses y/o grupos, y preferimos guiarnos, no por las reglas de los juegos y modas de las sociedades humanas, sino por las leyes espirituales de Nsambi - el Creador-, como el hecho universalmente aceptado de que, cualquier crecimiento y evolución espiritual o mágica solo es posible desde una mente fuerte y disciplinada, que sepa acallar el ruido de las preocupaciones mundanas proyectadas por el ego, y modular el pensamiento a voluntad, para sintonizar con las frecuencias precisas de cada entidad espiritual de los planos astrales o metafísicos. Los espíritus descarnados o difuntos, y los espíritus naturales -como los Elementos, los Vientos, los Astros, los mpungus del mundo vegetal y los totems del reino animal, entre otros- no poseen cuerpo o materia, pero sí energía. Y la energía, como todos sabemos, puede ser empleada de muchas formas prácticas -curación, conocimiento, poder, amor, venganza, etc- que constituyen la brujería. 


Es decir, que a diferencia de la penitencia religiosa, que se hace para lavar los pecados morales, la penitencia de los brujos es una especie de auto-despojo mental. Por eso vemos tantos casos de ex-criminales, personas que encontraron a tiempo el camino de los brujos y se salvaron. No fue porque se volvieran moralistas después de una vida de maleantes, sino porque el mundo mágico resulta más apasionante y provechoso que el mundo del hampa, pero, paradógicamente, exige una serenidad y concentración que es difícil cultivar en ambientes violentos. Por eso es frecuente ver cómo los nervios de acero de un delincuente se transforman en virtudes mágicas con la práctica de la brujería. No se vuelven buenos por seguir ninguna moral humana, ya sea social o religiosa, sino que trascienden la maldad a medida que evolucionan espiritualmente, así de simple.


Yo era consciente de que la penitencia es simbólica, en el sentido de que no se trata de esas pocas horas de meditación antes del rayamiento, sino de alcanzar un estado mental a lo largo de la vida; pero también lo era del tremendo valor del símbolo, ya que el neófito recordará cada detalle de la noche de su iniciación el resto de su vida, como una lección grabada en fuego en la memoria, un primer gran paso hacia la disciplina mental que caracteriza a los brujos. Pero como yo no era un neófito, podía darme el lujo de hacer trampa y atender más a lo que estaba ocurriendo fuera, que dentro de mi ser. Quizás por eso Umbral había dispuesto que no me taparan los ojos. Tal vez la verdadera importancia de mi penitencia fuera documentar lo mejor posible en mi memoria el singular e inédito evento que experimenté esa noche.


Nadie hablaba conmigo, pero todos me sonreían al pasar y estaban pendientes de mi. Me ofrecían aguas de yerbas y zumos de frutas para limpiar mi organismo y al mismo tiempo mantener mi cuerpo hidratado y nutrido, pese al ayuno( no comía nada sólido desde antes del mediodía, cuando me dieron una ensalada de verduras, huevos y frutas ). Cuando sentí ganas de orinar, un chico que pasaba se volvió hacia mí de pronto, como si hubiera escuchado mis pensamientos, y me indicó con un gesto de la mano que orinara del otro lado del árbol, que da a la selva y es poco transitado. Así lo hice y luego me quedé pensando sí no habría sido todo ilusión mía, ya que en realidad el chico no había pronunciado palabra y su gesto, que en su momento me pareció tan claro, pudo ser un simple saludo o visaje.


Di media vuelta alrededor del tronco y volví a sentarme en mi puesto, entre las raíces. Alcé la vista y descubrí un calidoscopio de infinitas ramas y estrellas brillando en la noche alrededor de una luna tan grande que casi podía tocarla. Sus luces titilaban alegremente, como si bailaran con las hojas de la mafumeira al compás de la aldea. Existía una conversación evidente entre el cielo y la tierra a través de aquél árbol. Cuanto más me concentraba, más sentía que sus voces se iban aclarando y acercando, como si aprobaran que un intruso mortal espiara su diálogo por un rato. Me esforzaba tanto por entender los cuchicheos entre los astros y seres de la noche y las hojas, piedras y criaturas de la tierra, que llegado a un punto sentí que perdía el equilibrio ( lo cual era muy extraño, teniendo en cuenta que me hallaba sentado ) y, de pronto, estaba cayendo hacia arriba, fuera de mi cuerpo, como si la gravedad funcionara a la inversa y el espíritu fuera más pesado que la materia que le alberga.


Comprendí que mi consciencia se encontraba fuera de mi cuerpo físico, a lomos de mi aura o cuerpo astral. Estoy habituado a viajar a voluntad por el astral y a tratar con diferentes entidades, siguiendo los rituales y procedimientos de seguridad( como el círculo mágico, las patipembas y los rezos correspondientes, entre otros ), pero no estoy acostumbrado a que un ente desconocido me saque de un tirón de mi propio cuerpo, como un niño jugando con un caracol entre sus dedos. Fue una sensación muy desagradable, que por un instante casi me hace sucumbir al pánico, pero logré controlarme a tiempo. Dejé de prestar atención a los miedos del ego y lo despedí como a un perro. "Cuida la casa", le dije, y el perro, sorprendido, me vio echar a volar -o más bien ascender dando saltos flotantes, como una pluma en el viento- hacia la copa de la mafumeira.


La sorpresa del perro -me explico- era la sorpresa del ego, acostumbrado a regir el pensamiento, que de pronto ve como otra voluntad superior a la suya lo trasciende, y entonces deja de ladrar sus temores e inseguridades y cumple la orden: se queda cuidando de que las constantes vitales del cuerpo -ese caracol que ocupamos temporalmente- sigan funcionando correctamente mientras yo vuelo en el astral.


De lo anterior se podría deducir -y lo hago-, que existe más de una consciencia habitando cualquier cuerpo humano. Lo qué creemos ser -yo, en singular-, en realidad es nosotros, el -generalmente- mal llevado matrimonio entre espíritu y ego. Tan mal llevado, que en la mayoría de los casos ni se hablan, como si el otro no existiera.


Por un lado actúa el ego -esa voz neurótica que roba tanta pantalla en nuestra mente que llegamos a creer que es la única, como si ego y yo fueran lo mismo-, que a lo largo de millones de años de evolución ha ido adueñándose del control de algunos sistemas del organismo humano, como el sistema motor ( piernas, brazos, articulaciones, músculos, etc, ) y, por consiguiente, del movimiento de la columna y del cuello, para ver y escuchar selectivamente; de las manos, pies y órganos sexuales, para tocar, tomar, transformar e interactuar con el mundo físico; del lenguaje verbal ( que es posible gracias a los músculos o cuerdas vocales ) y del pensamiento racional, que legitiman y sostienen la ilusión del ego en la mente.


Y por otro lado tenemos al espíritu -la porción de Nsambi que todos llevamos dentro- que es la consciencia que realiza el trabajo más duro y complejo, encargada del funcionamiento del sistema circulatorio, digestivo, excretor, respiratorio, regenerativo e inmunológico, entre otros, incluso durante el sueño, cuando hasta el ego se echa la siesta. El espíritu no descansa, ni se distrae con las trivialidades de la vida social que piensa el ego, salvo cuando éstas afectan la salud del cuerpo y de la mente, o entorpecen su trabajo de cualquier otro modo. 


El ego tiene una gran importancia, no vayan a pensar lo contrario. Sin el ego no habría esa ilusión de individualidad que hace la vida terrenal más emocionante y gracias a la cual se ha desarrollado la civilización humana. Y sin la civilización no habríamos creado las ciencias y las artes, físicas y metafísicas, como la medicina, la genética, la música o la magia, por ejemplo. Disciplinas cuyo desarrollo ha permitido mejorar y alargar la vida humana y la experiencia terrenal del espíritu.


El ego también produce cosas malas y muchas tonterías, como las guerras, la represión, la economía y las fotos de gatos en Internet. Lo hace con buena intención, para distraernos  y evitar que nos angustiemos con la idea de la muerte, sin embargo, para evolucionar espiritualmente, e incluso para tener una vida material y emocional satisfactoria, es preciso meditar mucho la muerte, tratar con ella a diario, hasta perderle el miedo y verla como a nuestra mejor amiga. La muerte es la verdad disfrazada de miedo.


Todo eso y mucho más, se puede pensar en un instante en el astral, ya que en esa dimensión no funcionan las leyes físicas, como la dependencia entre tiempo y espacio, del plano material. De modo que no puedo precisar cuánto rato pasó desde que salí de mi cuerpo y ascendí, hasta poder ver, debajo, la copa de la mafumeira y mi cuerpo sentado entre sus raíces, con la cabeza mirando hacia arriba y la boca abierta, con expresión de asombro. 


Junto a mi cuerpo se apiñaba en silencio un grupo de curiosos. 


Distinguí al Chino y a Umbral, que miraban hacia lo alto del árbol, como si pudieran verme flotar a través de sus ramas. Sus caras brillaban de forma inusual, como si Ngonda -nkisi de la Luna- les apuntara con un foco de luz desde lo alto de un escenario a oscuras.

"Deja de mirarte en el espejo y atiende hacia arriba", me dijo una voz que venía del tronco del árbol y de los ojos del padre Umbral al mismo tiempo. "Ve, yo cuido la casa", me ladró el ego desde mi cuerpo en silencio.

Hice caso y cambié la vista. Ahora flotaba por encima del bohío. En la entrada, afuera, había una figura oscura que me llamó la atención. No tenía sombra el individuo o, más bien, era una sombra sin cuerpo, un fantasma. Pero brillaba de un modo que le distinguía de un nfumbe corriente. Podía tratarse de un santo, de un buda u otro espíritu muy elevado. Me acerqué hasta poder reconocerlo.


 Conocía el rostro de Andrés Petit de haberlo visto en un par de retratos antiguos, que constituyen el único testimonio visual, documentado, de su apariencia, ya que su cadáver, libretas, prendas mágicas, y demás pertenencias, fueron escondidos con gran secreto por sus herederos espirituales más cercanos. No me sorprendió que fuera él -en cierto modo era lógico-, pero de todos modos me impresionó la intensidad y perfección de su proyección. Los fantasmas de los nfumbes corrientes son muy confusos e inestables, pero el fantasma de Andrés Petit era y nítido y firme como el de un santo o un buda, o como un holograma.


La voz de Petit sonó igual que el árbol, los astros, vientos y piedras rodantes del camino: "Ven, mi niño".


Seguí al fantasma al interior del bohío. Había mucho ajetreo, pero nadie reparaba en nosotros. Entre el punto más alto del techo cónico y el centro del suelo de tierra apisonada, se alzaba un poste de madera, a cuyo alrededor se colocaban las ofrendas a los distintos nkisi, al estilo del poto mitan del vodú haitiano. El largo tronco de madera sagrada ( señalado por un rayo, supe luego ) facilita el desplazamiento de las entidades entre las dimensiones físicas y las astrales. 


El área de las ofrendas, alrededor del poste, estaba encerrada en un grueso círculo de mpolo o polvo blancuzco, mezcla de distintas sustancias aislantes, como cascarilla de huevo, yeso, harina de ñame, sales y fula( pólvora ), para que los nkisi y karires no puedan traspasar ese límite sin autorización.


Los miembros de la aldea traían sus propias prendas( mpakas, bastones, nkisi, calabazas, makutos, etc ) y las colocaban dentro del círculo para que los gajos comieran en comunión con sus padres, en el orden en que iban siendo llamados con la música.


Los músicos tocaban sus instrumentos -tambores, sonajeros, teclados y cuerdas eléctricas- y cantaban, situados al oeste del centro, punto correspondiente al elemento Agua y a la energía mágica del sonido. Improvisaban variaciones a partir de ritmos y mambos fijos para cada entidad. Sonaban como una descarga de jazz y un cajón de muerto ocupando el mismo espacio-tiempo. Era una locura, musicalmente hablando, pero de algún modo mágico toco encajaba a la perfección.


La entrada estaba ubicada en el extremo sur del templo circular y los fundamentos estaban colocados en el suelo o sobre diversos taburetes, piedras, etc, contra la pared de bambú o colgando de las vigas de bambú del techo, ocupando desde el este hasta el oeste, casi la mitad del espacio del bohío. En esa parte, que vendría a ser el altar, solo operaban los tatas mayores y sus discípulos más aventajados. El resto de la aldea se agrupaba en la otra mitad, contemplándoles trabajar, bailando y cantando, como en un rave. Afuera, un par de chicos velaba mi cuerpo, junto a la mafumeira.


Empezando por el este, puede reconocer a 7 Rayos en la figura tallada en cedro de un guerrero con un brazo en alto, a punto de lanzar una lanza ( verdadera, de una tribu del Amazonas ), y el cuerpo erizado de clavos, puntas de lanza y de flechas, alrededor de un espejo en la zona abdominal. De los pinchos colgaban tiras de cuero y piel de fieras, ropa rasgada, papeles escritos, fotos, trenzas y mechones de pelo, colgantes, aretes, dientes, etc. 


A los pies del nkisi, sobre un tocón, se hallaba una enorme güira de la que sobresalía un haz de palos y ramas terminados en lanzas y flechas de sílex o metal, y un sable antiguo, de la época colonial, rodeando a una cabeza humana, parcialmente momificada -con algo de pelo y piel acartonada, pero sin ojos, nariz, ni labios, con la mandíbula inferior desencajada, un puro de tabaco entre los dientes, y coronada con una cabeza de jaguar disecada y plumas de diversas aves, de colores cálidos y vivos, en lo alto. De los palos colgaban mpakas, makutos, collares y brazaletes de cuentas y cristales, medallitas y cadenas de oro, con pequeñas piedras y cuarzos rojos, colmillos y garras de felinos, plumas y cabezas de pájaros, dedos humanos, etc.


Alrededor del nkisi Nsasi y de la güira de 7 Rayos se acumulaban numerosos accesorios y elementos rituales, como güiras de diferentes tamaños, botellas con bebidas y sustancias, frascos con trabajos dentro y velas ardiendo encima, huesos, cuchillos, chamalongos, una pipa con un cabo de tabaco, unas claves de madera, un pequeño tambor, manzanas y flores rojas, yeso, etc. 


Las tres cosas -nkisi, nganga, y su corte de accesorios y atributos- formaban una montaña rojiza de más de dos metros de altura, cubierta de sangre fresca y plumas de las aves sacrificadas. Nsasi 7 Rayos -el nkisi del rayo y del fuego, de la electricidad, el corazón de la fiera( en África es el tigre y el león, en la Amazonia es el jaguar ), el rey de la selva, el castigo de Nsambi, el alma del tambor-, vibraba de energía vital, borracho de menga, de materia viva. Con su poder absorbía el humo de los puros e inciensos cercanos y formaba un cuerpo etéreo y cambiante, mediante el cual se manifestaba, danzaba con la música y, de vez en cuando, se lanzaba sobre alguna persona y la poseía durante unos minutos, en plena danza. Yo veía claramente cómo lo hacía con los ojos de mi cuerpo astral.


A su lado estaba Sarabanda -poderoso guerrero, nkisi del hierro y de los metales, de la forja, el ferrocarril, los transportes, la industria, el trabajo y la fuerza del hombre-, un enorme caldero de hierro de tres patas, repleto de palos, cadenas y herramientas de hierro y acero, herraduras, machetes, crucifijos, un cráneo humano, dos tibias cruzadas, plumas de mayimbe y de cóndor, varias mpakas, etc.


Sobre Sarabanda estaba un casco metálico del ejército colombiano, lleno de tierra de cárcel, guerra y cementerio, entre otros elementos, de la que sobresale otra kriyumba( cráneo ), un par de manos en los huesos, palos cortos, flechas, dardos, una cerbatana, una bayoneta, un revólver, medallas militares, una canana con balas, una oreja humana, cornamenta de ciervo, chivo y otros animales, numerosas plumas de aves, y hasta el pico de un tucán. Todo bien apuntalado entre los palos de Sarabanda, y entizado hasta arriba en soga de horca y cadenas con grilletes y candados. Se trataba de Watariamba, Cabo Ronda, el guerrero cazador, el soldado, el policía, el criminal, la fuerza de la guerra y de la cárcel.


Coronando la torre de Sarabanda y Watariamba, estaba la piel de un jaguar, fijada con la cornamenta de un ciervo, y encima el cráneo de un mayimbe y muchas plumas grandes y negras. 


El conjunto parecía un demonio humeante y cornudo, un guerrero de hierro, envuelto en su capa de jaguar y plumas negras, erizado de machetes, armas y pinchos chorreando sangre, y echando humo como un dragón por varios puros colocados en los ojos vacíos de las kriyumbas y entre los huesos de las manos. las luces de cientos de velas se reflejaban en los espejos de las numerosas mpakas, como inquietantes ojos brillando en la oscuridad.


Astralmente, pude ver la energía entrelazada de ambos mpungus -Sarabanda y Cabo Ronda- con varios nfumbes, formando un solo y formidable nkisi ( al que lo kimbiseros llamamos, simplemente, Sarabanda ), cuya aureola era más amplia e intensa que la del propio 7 Rayos.


A la izquierda de Sarabanda había una cazuela de cerámica, de un hermoso color rojo oscuro -realizada por indígenas vecinos-, sostenida por tres palos medianos, sobre el círculo de yeso de un 4 Vientos. Sobre las cuatro flechas, debajo de la cazuela, había cuatro nsandis de coco. Dos boca arriba, y dos boca abajo. Se trata de Lucero, nkuyo de los caminos, dueño del nsila o suerte de las personas en la tierra, el mensajero de Nsambi.


De la tierra oscura de la cazuela roja sobresalía un cráneo humano hasta el hueco de la nariz, como si espiara cualquier movimiento a su alrededor. En el fondo de la cuenca de los ojos, tenía dos pequeños espejos redondos, que aumentaban la sensación de vigilancia. Veintiún ramas o palos delgados, coronados con plumas de diversos pájaros, formaban un cono en torno a la kriyumba de ojos de espejo, con un penacho de plumas multicolor en la punta. 

También tenía cuatro garabatos: Uno a rayas rojas y negras, otro a yayas negras y blancas, otro negro con algunas rayas rojas, y otro rojo con puntos negros.

Colgando del techo, justo sobre la cazuela de Lucero, se encuentra una güira mediana, con su tapa, cubierta de trazos de yeso de patipembas, con cuatro plumas grandes de cóndor clavadas en sus costados, en cruz, como la firma de un Cuatro Vientos, que es realmente el espíritu de esta prenda. En Briyumba se le conoce como Ngurufinda, pero para muchos kimbiseros ese nkisi del monte es el propio Lucero, pero por camino aéreo. 


Es decir, Lucero en la tierra, y 4 Vientos en el cielo, son el mismo Nkuyo, mensajero entre Nsambi y los humanos, señor de los destinos y, por tanto, de la adivinación. Cualquier sistema de consulta, registro u oráculo de los nuevos Kimbisa se consagra, ante todo, a Lucero-Cuatro Vientos, el Vigilante, el Guardián de las puertas. Tampoco hay makuto o resguardo de protección y suerte, que funcione sin su licencia. En general, cualquier brujería para evolución en el mundo material, debe hacerse, para que tenga éxito, contando con su apoyo. 


La forma del halo energético de esta compleja entidad mágica, suma de espíritus de astros y nkuyos del monte, con nfumbes de humanos, recordaba la silueta de un perro alado, que lo mismo retozaba en el suelo, entre los pies de la gente, que revoloteaba alegrmente por encima de sus cabezas.


Después de Lucero, en el extremo norte del bohío, había un altar de madera cubierto con delicadas telas rojas, con patipembas bordadas en hilo dorado, y muchos objetos y luces de velas y humo de incienso. Era el secreto de Kunankisi, el mayor misterio y fundamento de la regla Kimbisa de Andrés Petit.


Debajo del retablo, en el suelo, escondido tras un fino velo rojo, había un viejo ataúd de caoba, abierto por la mitad superior. Dentro se adivinaba un cráneo y un traje oscuro, con camisa amarillenta, y un crucifijo en el pecho. Una de las mangas descansaba fuera del féretro, con una mano esquelética en el suelo, con los dedos entrelazados a un cáliz de oro, medio lleno de sangre reciente.


Sobre el altar habían numerosos objetos, fotos, imágenes y figuras de bulto, entre los que divisé varias cruces de diferentes culturas, budas de jade, santos católicos, collares de cuentas, caracoles y semillas, tallas y máscaras africanas, cetros y tongos, dos lanzas cruzadas, un arco primitivo y su carcaj lleno de flechas, con plumas de múltiples aves, flautas, claves, sonajeros, un instrumento de tres cuerdas montadas sobre un hueso largo, ensamblado a un carapacho de tortuga, y muchas barritas de incienso y velas rojas, de distintos tamaños, encendidas, rodeando el retrato enmarcado de Andrés Petit y un ánfora de porcelana roja, con finos dibujos en negro y dorado, y un santísimo sacramento de oro y plata, colocados en el centro. 


Por encima de todo, en lo alto de la pared, colgaba un Cristo del Buen Viaje de plata, con su mirada puesta en el cielo y su decisión, tomada; en espera, tan solo ya, de su licencia, para reunirse con el Padre allá arriba, en su reino eterno.


A la izquierda del altar de Kunankisi se hallaban las cazuelas de Tiembla Tierra y Brazo Fuerte, las fuerzas del terremoto y del volcán, respectivamente. La prenda de Tiembla Tierra es de arcilla blanca, con kriyumba completa, palos y cadenas; mientras que la de Brazo Fuerte es de barro rojo y lleva los cuatro huesos principales de los brazos de un nfumbe rodeando su cráneo, apuntalados con palos emplumados, con las manos cruzadas por encima. Ambas ngangas estaban cubiertas de sangre y muchas plumas blancas. Cuatro gallos y palomas del mismo color, sin cabeza, reposaban a sus pies, entre restos de sangre, pétalos y yerbas.


Después vi otro fundamento que me impresionó profundamente: Un esqueleto completo, de pie, con muletas y harapos de yute, como San Lázaro. A sus pies estaba la cazuela de Kobayende, nkisi de las enfermedades y hospitales, llena de palos, yerbas y flores, machetes, los cráneos de dos perros, y un sombrero de yarey. Numerosas obras en platos blancos y pequeñas fuentes de barro, y velas encendidas, se agrupaban alrededor, en el suelo.


Junto a Kobayende estaba Mariwanga, más conocida en América como Centella Ndoki, la fuerza de los vientos malos ( remolinos, ciclones, huracanes, tornados, etc ), reina de los muertos y señora del cementerio. Habita una cazuela de cerámica negra, cubierta de patipembas de yeso blanco. De la tierra sobresale hasta los ojos el cráneo con pelo de una cabeza de mujer. Lleva una corona de bronce oxidada, y un collar de perlas blancas, que contrasta con la tierra oscura, a su alrededor. Lleva dos tibias cruzadas, la quijada inferior del nfumbe sobre la kriyumba y la corona, palos, machete, bastón, una escoba, cadenas, grilletes, la cabeza de un gato negro de ojos verdes, una muñeca negra vestida de rojo oscuro y cuentas multicolores, entre otros elementos. La rodean copas de cristal con vino tinto y menga, güiras con mambas de yerbas y figuritas de arcilla atravesadas por alfileres, velas, puros, sangre, flores de muertos, humo, el cuerpo del gato y de algunas aves, plumas negras, etc.


A su lado estaba Madre de Agua, fundamento que agrupa a diversas entidades acuáticas, como Kalunga y Chola Wengue, recogidas en diversos recipientes, agrupados en torno a una Venus de ébano -medio vestida con retazos de sedas azules, amarillas y doradas, y cuentas de cristal, nácar, turquesas y otras piedrecitas de diferentes tonalidades-, y cubiertos con una gruesa red de pescar.


Kalunga, la fuerza de las aguas saladas, de los océanos y de las lágrimas de las madres, ocupaba una tinaja de arcilla cubierta de conchas, perlas, caracoles, corales, estrellas y caballitos de mar incrustados, de cuya ancha boca salían diversos palos, mpakas, yerbas, flores, anzuelos, un ancla, un arpón, un machete y una corona de plata, que rodeaban la parte superior del cráneo de una mujer ahogada.


Una calabaza junto a Kalunga albergaba la fuerza de las aguas dulces, Chola Wengue, nkisi de la abundancia y de la sensualidad. Estaba decorada con polimitas de Cuba, adornos femeninos de nácar y cobre, cadenitas y medallas de oro, perlas y piedrecitas de río. Por la boca de la calabaza sobresalían algunos palos, huesos, un largo puñal, una mpaka de caña de bambú cargada, una corona dorada y plumas de pavo real y de otras aves coloridas.

A los pies de las prendas, rodeando la red, había una maraca azul decorada con cuentas, una campanita de oro, endulzamientos en vasos, copas de cerveza y licores, tacitas de café, diminutos naipes españoles, un Tarot, una bola de cristal, un péndulo, cuarzos, güiras con mambas de yerbas, flores y preparaciones, figuritas de cera de abejas amarradas con estambres y cintas de colores o castigadas con agujas y cordel apretado, lámparas en calabazas y cocos cortados por la mitad, muchas velas rojas, azules, blancas y de miel ardiendo, barritas de incienso, puros y cigarrillos finos humeando, sangre, cuerpos y plumas de aves recién sacrificadas, etc.


Encima de Madre de Agua, colgando del techo, a la misma altura que el 4 Vientos, estaba Ngonda Nkisi, Mamá Canasta, la fuerza de la Luna y de las plantas enteógenas, la hermana pequeña de Lucero, que rige el subconsciente, los sueños y ensueños, y la imaginación. Su recipiente consistía en una cuna de mimbre, con un nido encima y varias cabezas de lechuzas y búhos dentro, de la que sobresalían yerbas, flores, cactus, setas, ramas, palos y huesos menudos -de una niña de 3 años-, un garabato y una escoba pequeños, entizado todo con collares de cuentas y plumas de pájaros diferentes, blancas, negras, grises, moradas, azules, verdes, rosadas y anaranjadas.


Delante de los fundamentos, como una fila de peones protegiendo a las piezas de mayor calibre, se colocan los guardieros -nkuyos y kini kinis o muñecos de palo-, las mpakas, calabazas y otras prendas de los miembros de la aldea, ordenadas genealógicamente -los gajos o prendas más antiguos se colocan más cerca de sus fundamentos y los gajos nuevos, más alejados-, para que se alimenten y festejen en comunión con los troncos ancestrales, de abuelos a padres, de padres a hijos, y así sucesivamente, vivos y muertos, todos unidos.


Entre toda esa gruesa franja formada por montones de fetiches y artefactos de brujería, el fantasma de Petit me señaló un pequeño nchila -resguardo en forma de corazón o punta de lanza- camuflado entre las sombras de varios nkuyos, muy próximo al fundamento de Lucero. Desde el borde exterior de la franja, donde empezaba el grupo de gente, resultaba prácticamente invisible para los ojos de un cuerpo físico.


En ese momento, los músicos hicieron una pausa y me fijé en que los capacitados también concluían los sacrificios, y sus ayudantes corrían a limpiar del suelo los restos y a rematar la faena con fuertes buches de chamba y aguardiente de caña, y densos chorros de humo de tabaco y otras yerbas. Los bailadores aprovecharon para refrescarse, y una cuadrilla de veteranos, comandada por Umbral, salió por la puerta en dirección a mi cuerpo.


"Ya son las horas", me dijo el rostro de Petit antes de esfumarse y los tambores volvieron a sonar, pero en esta ocasión con un ritmo más solemne, casi marcial, y a la vez más hipnótico. 

Debía volver a mi cuerpo, pensé, y en seguida estaba afuera, en la noche, flotando de prisa hacia la mafumeira, donde empezaba a mover las manos y a sacudir los pies.

Las caras se apartaron un poco de mi rostro, hasta que pude distinguir al Chino y a Umbral, que me estudiaban atentamente. Detrás de ellos había otros hermanos curiosos, aguardando para echar una mano, si necesitaba ayuda para levantarme. Parpadee y respire hondo, y todo el mundo sonrió. Me encontraba bien, aunque mareado y con el estómago encharcado. Vomité, me dieron varias palmadas en la espalda, y me sentí mucho mejor.


Mientras me ponía en pie y los brujos me guiaban hacia la puerta del bohío, me explicaron que la bebida sacramental que tragué al comenzar la penitencia, cuatro horas atrás, contenía una dosis generosa de cierta mezcla de plantas de poder, que limpia y dilata los canales espirituales. Crea el mismo efecto en el aura que varios días de ayuno y concentración, pero sin desnutrir, ni deshidratar al organismo vivo. Una purificación indispensable para entrar al templo y jurar como nuevo Kimbisa. Este requisito, me contó el padre Umbral, fue inspiración directa de San Petit, cuando fundaron la aldea. Desde entonces, todos los novicios pasan por lo mismo.


Nos detuvimos y me vendaron los ojos antes de llegar a la puerta. Alguien golpeó tres veces sobre madera, y una voz grave respondió desde el interior: "¿Quién llama?". A partir de ahí se desarrolló el tradicional diálogo del juramento Kimbisa, con muy pocas variaciones del texto original, que aparece en el libro La Regla Kimbisa del Santo Cristo del Buen Viaje, de Lydia Cabrera.


Terminado el juramento, estallaron frente a mi muchas voces que me animaban a cruzar el umbral de la puerta. Di tres pasos a ciegas y todo el mundo empezó a gritar y a aplaudir. Me quitaron la venda y la música arrancó de nuevo, pero nadie bailaba. Me hicieron un corro que se fue abriendo y cerrando a medida que avanzaba hacia el poste central.


El padre Umbral y sus amigos me escoltaron hasta un poco más allá del poto mitan, donde empezaba la franja de prendas y fetiches que separaba a los fundamentos de la multitud. Nos detuvimos allí, la música se interrumpió en seco y se hizo un silencio sepulcral, que hasta las aves nocturnas que poblaban la selva respetaron, durante unos instantes eternos, hasta que Umbral volvió a hablar:


"Entre todas esas prendas hay algo que dejé para ti", me dijo. "¡Tráemelo!"


Me orienté como pude en medio de la expectación general, hasta localizar los fetiches, frente a la cazuela de Lucero. Caminé con cuidado de no pisar nada, consciente de tener todos los ojos clavados en cada paso que daba. Me incliné y recogí del suelo el nchila con la mano izquierda. Esperaba que estuviera allí y que fuera exactamente igual a como lo percibí con mi cuerpo astral, un rato antes, pero aún así me sorprendió comprobarlo.


Al darme la vuelta hacia Umbral con el nchila en la mano, se quebró el silencio de golpe y todo el mundo prorrumpió en vítores y abrazos. "¡Bienvenido, hermano!", me gritaban con alegría.


Entonces seguí hasta el altar y saludé a Kunankisi tendiéndome boca abajo en el suelo, con los brazos en cruz y la mirada fija en el espejo del santísimo sacramento, que reflejó la luz de todas las velas de la sala, cegándome por un instante en el que se detuvo el tiempo y pude entender los secretos que el gran misterio y tesoro de los Kimbisa me confiaba, y que no debo revelar por ahora. 


Después saludé uno por uno a todos los fundamentos, y luego volví al altar y me senté en un taburete que pusieron, con los pies descalzos sobre la tierra y el torso desnudo. El rayamiento consistió en una firma que me tatuaron con tinta negra y roja en el pecho, encima de la vieja cicatriz de Tata. Y me lo hicieron con los ojos bien abiertos, entre brindis, bromas y caladas, para mayor diferencia con el ritual antiguo.


La músicos siguieron tocando, pero fuera del templo, hasta el amanecer. Hubo un banquete con los animales sacrificados, arroz, frijoles, viandas, frutas y algunos platos y dulces nativos, pues se unieron a la fiesta invitados que llegaron de poblados vecinos, varios jefes y chamanes entre ellos, que también bailaron y cantaron a sus espíritus.


Nchila, resguardo en forma de corazón.